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La infancia en peligro en Afganistán

Tras la llegada de los talibanes y la exacerbación de la crisis económica, miles de niños se ven obligados a trabajar en el país pastún

Fhama, de ocho años, recoge basura en el lago de Qargah, a las afueras de Kabul, antaño un destino turístico.
Fhama, de ocho años, recoge basura en el lago de Qargah, a las afueras de Kabul, antaño un destino turístico.Ángel Sastre

Faram, de 12 años, remueve una pequeña olla de hojalata y sopla el carbón hasta que enciende. El humo le cubre el rostro. Es uno de los llamados “niños del incienso”, pero lo que inunda sus pulmones es hazorispan. Conocida como “la hierba de los cientos de problemas”, ahuyenta a los diablos y los espíritus diabólicos, según antiguas creencias. Faram trabaja en las calles de Kabul bendiciendo autos en busca de una moneda que nunca llega. Otro día sin comer, sin nada para llevar a casa.

“Paso hambre por las noches, gano un dólar por jornada, cuando puedo. Mi familia apenas tiene para comer. Mi padre, barrendero, no recibe el salario desde hace cinco meses. Varios de mis compañeros murieron en áreas rurales por ataques o fueron reclutados por los talibanes y diferentes guerrillas; prefiero quedarme en la ciudad”, dice.

El peor país para nacer

Este 15 de agosto se cumple un año desde la vuelta al poder de los talibanes. La organización militar tomó la capital afgana mediante un ataque relámpago en cuestión de horas. El presidente Ashraf Ghani huyó en secreto del país y las tropas estadounidenses se retiraron sin ofrecer resistencia. Hoy, negros nubarrones se ciernen sobre el cielo afgano. El régimen talibán ha impuesto, siguiendo preceptos basados en su particular interpretación de la sharia (ley islámica), una dictadura donde impera la censura, decretando el fin de los derechos fundamentales como la libertad de expresión, prensa e igualdad de género. Un régimen de terror que no cesa, pese a que la actual Administración busca encarecidamente ser reconocida por el resto de países –Unión Europea y Estados Unidos– que le han dado espalda.

La situación económica, ya de por sí calamitosa tras 20 años de conflicto y corrupción, ha empeorado significativamente. La comunidad internacional paralizó el envío de los fondos destinados a Afganistán, lo cual suponía el 75% del presupuesto nacional. Sin la ayuda exterior, los más vulnerables, los niños, han quedado a la deriva. La guerra, la desnutrición o los matrimonios infantiles concertados son solo algunas de las amenazas que enfrentan los menores de edad. Además de la última plaga: el terremoto que hizo temblar el sudeste del país en junio, causando al menos mil muertes.

Según Unicef, más de 552 niños han muerto y más de 1.400 han resultado heridos en diferentes ataques y atentados en Afganistán desde principios del 2021

Afganistán ha sido, durante muchos años, uno de los peores lugares del mundo para ser niño. Pero durante las últimas semanas, la situación de muchos se ha vuelto aún más desesperada, sostenía Unicef el pasado agosto. Según su informe, más de 552 pequeños han muerto y más de 1.400 han resultado heridos en diferentes ataques y atentados desde principios de 2021.

Si bien tras la llegada del nuevo régimen se respira cierta paz y estabilidad, varios frentes de batalla continúan abiertos. La resistencia, constituida en gran parte por combatientes takiyos (una minoría étnica), se ha reorganizado en torno al valle de Panshir y protagonizado diversos ataques contra las fuerzas talibanes. Por otro lado, el Estado Islámico en Afganistán (ISK) continúa perpetrando ataques sangrientos, especialmente en la provincia oriental de Nangarhar, pero también en Kabul, como los acontecidos el 25 de mayo. Tres atentados contra minibuses en Mazar-i-Sharif, principal ciudad del norte, y otra bomba dentro de una mezquita de Kabul, mataron a 12 personas, algunas de ellas niños.

El ataque perpetrado por los servicios de inteligencia de EE UU el pasado 31 de julio, en el que cayó abatido el líder de Al Qaeda, Ayman Al-Zawahiri, quien vivía con su familia en Kabul bajo la protección de la actual Administración, demuestra que Afganistán sirve de refugio de la organización terrorista. Un informe de la ONU alerta de que los talibanes y Al Qaeda han estrechado un más sus lazos este año, que Al Qaeda está operativa de manera encubierta en 12 provincias afganas y que cuenta con “entre 400 y 600 elementos armados” en el país.

Una infancia robada

En el viejo mercado, los carniceros cortan pollo y cordero entre las moscas. El olor a comida y especias impregna el laberinto de callejones lleno de tiendas con alfombras, joyas, burkas y pájaros. De todos los colores y tamaños, son la mascota predilecta en la capital afgana. Su trino ensordecedor no parece molestar a Admeniyah, de 11 años. Los alimenta, les canta, les susurra, e incluso les pone nombre. Trata de no encariñarse con ellos porque –explica mientras los acaricia con ternura– al final los saca de la jaula y los vende. “Claro que me gustan, pero no puedo tener uno en casa. Gano medio dólar al día. Tampoco puedo ir a la escuela”, reconoce.

La mayoría de los niños del país no puede completar la educación primaria, sobre todo en las zonas rurales. La situación es incluso peor para las niñas, después de que el pasado 21 de marzo los talibanes cerrasen las escuelas de secundaria tan solo 10 minutos después de empezar las clases, con la excusa de no poder asegurar la segregación por sexos. Según denuncia Unicef, unos 3,7 millones de niños no asisten al colegio en Afganistán. Y el 60% de ellos son niñas. “Solo el 16% de los colegios del país son exclusivos para niñas y muchos carecen de instalaciones sanitarias adecuadas”, lamentan.

Este agosto, el Ministerio de Educación aseguró que la prohibición se debió a problemas a la hora de organizar los temas de estudio. El viceministro Said Ahmad Shahidjail prometió “por la luz del Corán que se van a abrir las escuelas” y pidió tiempo para cambiar un programa lectivo que, a partir de ahora, será acorde a la doctrina ultraconservadora del movimiento, con asignaturas como “vida familiar, cuidado infantil o comportamiento matrimonial”.

La mayoría de los niños del país no puede completar la educación primaria, sobre todo en las zonas rurales

En el lago de Qargah, a las afueras de Kabul, varios caballos galopan en la arena. En el horizonte se divisa una noria que chirría, sin niños, excepto los que recolectan la basura olvidada por los pocos turistas que se acercan a la playa. “Claro que nos gustaría montar en las atracciones, pero recogemos basura desde que amanece”, suspira resignado Fhama, de tan solo ocho años, famélico y con fiebre. “Creo que es sarampión”, aclara. La ONU estima que 3,2 millones de niños sufrirán desnutrición aguda en el 2022, y que un millón está en riesgo de morir si no se toman medidas inmediatas.

A pocos kilómetros, el Castillo de Kabul amanece rodeado de banderas estampadas con la shahāda –enseña talibán que declara la fe en un único dios, Alá–. Los relatos de miseria se repiten, pero con diferentes personajes. El castillo se trata de un lugar turístico, donde Yasina y sus hermanas venden té como único sustento. Con 12 años y pese al reciente decreto, lleva el rostro al descubierto. “Me levanto a las siete, limpio y trabajo todo el día aquí, sin nada más que hacer”, cuenta.

En la actual Administración, los talibanes repiten las mismas barbaries que cometieron contra las mujeres durante su anterior mandato, que duró desde 1996 hasta 2001. Si bien no las lapidan ni decapitan en público como antaño, en la actualidad no les permiten trabajar –excepto en aduanas aeroportuarias, hospitales y ciertas escuelas–, practicar deporte o viajar solas sin la compañía de un hombre. Además, según la última ley, deberán llevar puesto el burka o el hiyab, velo que cubre la cabeza y el pecho de las mujeres musulmanas. Aunque no especifica edad, suelen vestirlo a partir de la adolescencia.

Última parada, otra provincia. Las montañas de Kandahar, donde crecen las amapolas, tan bellas y letales al mismo tiempo. Hay cultivos donde trabajan solo niños. Abdullah, de 13 años, se encorva y realiza leves cortes en las cabezas de las adormideras. Las plantas, todavía verdes, sangran, exudando un látex blanco. Raspan esa leche, que al secarse se convierte en una resina marrón. De ella se obtiene el preciado opio.

Los talibanes han dado un ultimátum: esta será la última cosecha. Por 20 jornadas, de sol a sombra, Habibullad gana unos 442 euros. “Si llegan a prohibirlo plantarán tomates, dice mi patrón. Pero creo que seguirán cultivando lo mismo, no hay otra alternativa rentable. Solo con esas semanas de trabajo mi familia vive durante meses. Me divierte, es como ordeñar una flor”, explica.

El trabajo infantil es una de las lacras que no cesa en Afganistán. Más de la mitad de los niños de entre cinco y siete hacen tipo de trabajo, advierte la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Tras la llegada de los talibanes, la pobreza ha aumentado en el país pastún, y 14 millones de menores de edad se enfrentan a niveles de hambre que ponen en peligro su vida, obligando a los padres a tomar medidas extremas para subsistir. Por ejemplo, retirar a sus hijos de la escuela y enviarlos a trabajar, o vender a sus hijas pequeñas, destinadas a casarse a la fuerza. Las nuevas cifras publicadas por la ONU revelan que 24,4 millones de personas –más de la mitad de la población del país– necesitarán ayuda en 2022. De ellas, 13,1 millones son niños, frente a los 9,7 millones de principios de 2021, según recoge Save the Children.

Mientras tanto, Farah, Admeniyad, Fharma, Yasina y Abdullah perderán su infancia, convertidos en adultos a la fuerza por la pobreza. El tiempo se agota.

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