¿Qué había antes donde ahora vemos la puerta de Brandemburgo en Berlín?

Símbolo de la reunificación alemana

La puerta de Brandemburgo nos cuenta la historia de la capital alemana. Sus raíces la vinculan con una simple aduana, pero los acontecimientos la convirtieron en un icono

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La puerta de Brandemburgo, en Berlín

La puerta de Brandemburgo, en Berlín

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Con la partición de Berlín tras el fin de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la puerta de Brandemburgo quedó en el lado Este, justo por donde pasaba la frontera. Desde el Tiergarten, o subidos a un coche, por encima del muro los occidentales alcanzaban a ver la cuadriga, entonces enarbolando la bandera soviética. Y debajo, a través de las columnas dóricas, se veía el “otro” lado. Más que una puerta, en esa época fue una ventana, una ventana al bloque del Este.

Cuando el presidente John F. Kennedy (1917-1963) visitó la ciudad en 1963, le instalaron un mirador para que pudiera asomarse, pero no vio nada porque los comunistas descolgaron cinco grandes lonas para tapar la vista entre las columnas.

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“Todos los hombres libres, dondequiera que vivan, son ciudadanos de Berlín. Y por lo tanto, como hombre libre, con orgullo digo estas palabras: Ich bin ein Berliner”. Fue un discurso histórico, como el que pronunció Ronald Reagan (1911-2004) veinticuatro años después: “Secretario general Gorbachov, si busca la paz, si busca la prosperidad de la Unión Soviética y Europa oriental, si busca la liberalización, venga a esta puerta. Sr. Gorbachov, abra esta puerta. Sr. Gorbachov, ¡derribe este muro!”.

Nada había más representativo de lo que suponía la partición de Alemania que aquella enorme puerta, siempre cerrada, separando familias, amigos y compatriotas. Por eso, con la caída del muro pasó a ser el símbolo de la reunificación alemana.

Desaparecidos el alambre de espino y los Grenztruppen der DDR (los guardias de frontera), el monumento volvió a la ciudad (siendo terreno militar, había estado vedado también a los ciudadanos del Este). Hoy, los berlineses pueden cruzarlo todas las veces que quieran.

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LV

Ahora que vuelve a estar abierta, surge una pregunta: ¿adónde lleva? Es un arco de triunfo, pensará alguno, como esos que construían los romanos para celebrar una victoria militar. No exactamente, porque en ese caso se llamaría Arco de Brandemburgo, como el de París o el de Roma (Arco de Constantino).

Es una puerta, ¿a ninguna parte? Ahora sí, pero cuando mandaron hacerla en 1734 (la primera, pues la que vemos hoy es posterior), servía de acceso a la ciudad. Esa era de factura muy sencilla, pues no la construyeron para que fuera ceremonial o defensiva, sino por un motivo mucho más mundano.

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Antes de entrar en eso, cabe explicar cómo era Berlín a inicios del siglo XVIII. Después de la guerra de los Treinta Años (1618-1648), que se cebó especialmente con el estado de Brandemburgo-Prusia (a partir de 1701, el reino de Prusia), se había abierto un período de paz relativa y tolerancia religiosa. Esto, y el hecho de convertirse en la capital del nuevo reino, llevó a un aumento demográfico que hizo que, por primera vez en mucho tiempo, Berlín se saliese de sus murallas.

Hechas en estilo italiano (con baluartes y en forma de estrella), estas abrazaban la Spreeinsel (la isla en el río Spree a su paso por la capital) y los barrios de alrededor, lo que sería el “casco viejo” berlinés. Las derribó Federico Guillermo I de Prusia (1688-1740), que decidió levantar una segunda muralla mucho más alejada del centro, pues la ciudad se estaba ensanchando y se esperaba que lo hiciera más. Lo curioso de esta obra es que su función principal no era la militar.

Grabado de la antigua Puerta de Brandenburgo en 1764, tres decenios antes de su reconstrucción neoclásica.

Grabado de la antigua Puerta de Brandenburgo en 1764, tres decenios antes de su reconstrucción neoclásica.

Dominio público

En esos años, las grandes ciudades de Prusia tenían un sistema impositivo sobre las exportaciones e importaciones, que era lo que mantenía el presupuesto del ayuntamiento. La finalidad del Muro de la Aduana de Berlín (así se llamaba) era evitar el contrabando, obligando a todo el mundo a pasar por una serie de puertas. Hay que imaginarlas como una aduana moderna, con registros aleatorios y con un par de colas, una para los que declaraban y otra para los que no.

Pues bien, nuestro monumento cubría uno de esos accesos, el del camino que venía de la ciudad de Brandemburgo (de ahí el nombre), a unos setenta kilómetros de distancia en dirección oeste. Consistía en un par de pilares en estilo barroco, con pilastras a modo de ornamento, y poco más.

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Así se mantuvo durante el reinado de Federico II el Grande (1712-1786), que gobernó como un rey prudente, como un déspota ilustrado “bueno”, que supo equilibrar los intereses de aristócratas y gente del común. Y lo hizo sin perjuicio de una política exterior atrevida, que le permitió unificar sus dominios –hasta ese momento geográficamente separados– a costa de Polonia.

Quien ordenó reconstruir esa aduana para hacerla monumental fue el sobrino de este, Federico Guillermo II de Prusia (1744-1797), un hombre al que sus críticos acusaron precisamente de eso, de despilfarrador. Y de más cosas, pues, a pesar de un buen inicio, con rebajas de impuestos y tarifas aduaneras, su gestión acabó dando al traste con mucho de lo que había logrado su tío.

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Lo más grave fue su dejadez para con el Ejército, una institución fundamental en la política prusiana, que, con él, dejó de ser una máquina de guerra respetada y temida en toda Europa. Años después, algunos lo responsabilizaron de la derrota frente a Napoleón (1769-1821) en la batalla de Jena (1806).

Sea como fuere, lo que no se gastó en defensa se lo gastó en otras cosas, como en obra pública. El proyecto de la puerta recayó en el arquitecto Carl Gotthard Langhans (1732-1808), un neoclasicista que pretendía convertir Berlín en la Atenas del Spree.

De hecho, con sus doce columnas dóricas –seis a cada lado–, es una imitación del propileo (en griego antiguo: “delante de la puerta”) de Atenas. Si este servía de entrada principal a la Acrópolis, el de Gotthard Langhans iba a serlo del Palacio Real de los Hohenzollern, que estaba en la isla del Spree, en línea recta siguiendo la calle Unter den Linden. Puesto que dicha calle se iba a convertir en un gran bulevar, debía tener un monumento en cada extremo.

La puerta se construyó entre 1788 y 1791. Muy pocos años después, la Grande Armée entró en la capital, y, cosas de la vida, Napoleón fue el primero en cruzar la puerta con un desfile triunfal. La cuadriga que la coronaba se la llevó a París, y cuando pudieron recuperarla –el Ejército prusiano tomó la ciudad en 1814–, a la diosa Victoria le añadieron una cruz de hierro y una corona de hojas de roble, que sería a los prusianos lo que la corona de laurel a los antiguos romanos. Se trataba de hacerla más germana, un símbolo nacional. Lo fue primero de Prusia, luego de la Alemania unificada y, finalmente, del Tercer Reich. El resto ya lo sabemos.

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